Condenados. Así vivimos. Condenados por nuestras propias palabras, por nuestros propios hechos. Condenados eternamente a ser golpeados por los puños que más duelen: los nuestros.
Nos queman vivos, los creamos para ello. Nos muerden pero solo algunos hieren, los que desgarran el alma, los que vemos. Aquellos que nuestra estupidez alimentó pensando que siempre serían pequeños.
Saltamos al vacío... y aún con un pie en tierra ya sentimos el primer escollo, nuestro objetivo. Inconmensurable, nos atrae como un imán que anhelamos inconscientemente, embriagador. A nuestros pies, el peso de la soberbia, para hundirnos más rápido en nuestra miseria. La boca abierta, para acelerar la caída. La arrogancia vendando nuestros ojos. Y la prudencia, como un pequeño paracaídas, a la espalda. Como si el destino quisiera que olvidásemos tirar de la cuerda.
¿El primer golpe fue duro? Eso ya no importa ¿Alguien lo recuerda? Un vistazo al último no hace más que acercarnos a ciegas el siguiente, sin remedio. Y caemos en picado hacia el próximo sin saber muy bien cómo. Pero en el aire flota el por qué.
La suerte puede hacer que lo respiremos sin apreciarlo, y en ese instante quizás levitemos, mientras intentamos comprender que no somos más que ese aire que respiramos y que el siguiente no será muy diferente al primero. Pero otro mordisco invisible nos hará olvidarlo y el recuerdo volverá a golpearnos.
Es nuestro viaje hacia el suelo quien decidirá la potencia del impacto. Lo que a algunos nunca importará, a otros les dará la llave: el único sentido del viaje es disminuir ese dolor. Y el freno a nuestra caída no es más que aprender a golpearnos.
Es duro aceptar que nuestros errores nos matarán, pero una pizca de humildad restará lastre de nuestras piernas.